fueran adorados bajo nombres distintos. Por eso les daba igual adorar al ser supremo bajo el nombre de Júpiter o el de Jehová, Zeus, Osiris, Serapis o Dios.1 En el principio toda la humanidad había recibido una revelación del Dios verdadero, y unos rasgos de esa revelación se observaban incluso en las religiones corrompidas que se habían apartado de la verdad. Entre estos rasgos estaban los sacrificios sangrientos, la existencia de la Trinidad en el ser supremo y la esperanza en el nacimiento de
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